25.2.14

Presente en la memoria

La nota fue publicada en el diario Cruz del Sur que se edita en Rosario y que coordina Pablo Makovsky


Aquellos viñedos de San Nicolás


Durante un siglo San Nicolás fue una ciudad vitivinícola. Las bodegas más grandes, unas 50 en total, producían once millones de litros anuales, que distribuían en las provincias y hasta en Paraguay. La industrialización primero, la Virgen luego, borraron esta historia del recuerdo de los mismos nicoleños.
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Walter Alvarez 
Autor del libro El vino nicoleño, productor vitivinícola, periodista en San Nicolás  

Un mediodía de julio, con 90 años, Carlos Ponte bajó de la camioneta, cruzó el alambrado y, tijera en mano, se puso a ayudar a podar un viñedo. Habían pasado treinta años de la última vez que podó su propia viña en la quinta de General Rojo. De ahí volvía, del campo donde en 1959 plantó junto a sus hermanos y su padre ciento diez hectáreas de viñedo (más o menos trescientas mil plantas) que injertaron en su propio vivero del barrio Las Flores, que era el límite de la ciudad de San Nicolás, 70 kilómetros al sur de Rosario. Más allá y detrás de la vías del ferrocarril Mitre comenzaban las quintas de vides y frutales.

El viñedo en el que Ponte bajó ese frio mediodía de julio pertenece a Hugo Lagostena, nieto del inmigrante genovés Miguel Lagostena que llegó a San Nicolás en mil ochocientos sesenta y pico desplazado de su patria por la falta de oportunidades y atraído a San Nicolás por los relatos de una tierra fértil y mucho por hacer. La ciudad de San Nicolás era, por aquel entonces, un sitio muy mentando en el país porque había sido, primero, lugar de aprovisionamiento de víveres y tropa de los ejércitos de la independencia, después, la frontera norte del federalismo –donde en 1830 Rosas instaló por unos meses su gobierno–, más tarde, el lugar donde Urquiza acordó con los gobernadores que este país tendría una Constitución y, finalmente, la ciudad donde Mitre comenzó a soñar con la unificación de la República luego de vencer en la batalla de Cepeda. A esta mentada ciudad arribaron los inmigrantes españoles, franceses, turcos, vascos, italianos y, sobre todo, genoveses a llenar de verde la campiña. Tal es así que llegaron a despachar un tren carguero por día lleno de frutas al Mercado de Buenos Aires y a cultivar mil doscientas hectáreas de uvas, con la que elaboraron once millones de litros de vino por año en la época del primer peronismo.

Así, Lagostena tuvo hasta mediados de la década de 1970 una bodega de setecientos cuarenta mil litros de capacidad a la que abastecía con uvas de su propio viñedo. Y como él, decenas de bodegueros más. La mayoría italianos y muchos provenientes de una pequeña ciudad de la Liguria, cerca de Génova, que se llama Campomorone, que está en el valle del río Polcevera –que une el mar con los Apeninos. Se dice que medio Campomorone se vino para San Nicolás. De allá vinieron los apellidos Cámpora, Lagostena, Montaldo, Vigo, Lanza, Parodi, Costa y, de muy cerquita, los Ponte. Por eso durante 2013 las ciudades de San Nicolás y de Campomorone se declararon ciudades hermanas.

Carlos Ponte, decíamos, bajó a ese viñedo, que Lagostena junto a dos periodistas plantaron en el 2004 atraídos por la curiosidad de recrear el vino de quintas que se elaboró durante cien años en San Nicolás, y se encontró con Osvaldo Nozzi, de ochenta y tantos años, nieto del inmigrante napolitano Miguel Nozzi, que les explicaba a los flamantes vinicultores que la planta de vid tarda tres años en dar uvas que se puedan vinificar y que en los dos primeros años hay que dejar que la planta crezca y cortarla de abajo para que la raíz tome la fuerza suficiente que le permita vivir ochenta o cien años. 

Mientras observaba la escena, Ponte recordó aquella época de esplendor, recordó cuando su abuelo junto con su paisano Carlos Cámpora descubrieron que la Pinot Gris sería la uva emblemática de la zona (seguramente por el volumen que producía), recordó cuando su hermano Héctor trajo desde el colegio salesiano de Mendoza, donde había sido enviado por la familia a estudiar enología, la variedad Refosco (que hoy casi nadie cultiva en Argentina) y que se usaba para darle cuerpo y color al tímido Pinot; recordó cómo el vino familiar que se producía para el consumo de los quinteros a principios del siglo XX se convirtió en una industria que llegó a vender vino en todas las provincias y hasta en Paraguay, recordó la Bodega Cooperativa que formaron ciento cincuenta y siete productores en la década del 30, con tecnología de punta francesa para elaborar vino y darle valor al cultivo de la uva; recordó su bodega familiar donde elaboraban dos millones y medio de litros vino al año, recordó la persecución del Instituto de Vitivinicultura dominado por los mendocinos que no querían que se hiciera vino en ningún otro lado y recordó la Cámara de Bodegueros que ellos formaron para defenderse de esos ataques, recordó la escuela de enología que estuvo a punto de instalarse en San Nicolás y que el Golpe del 30 evaporó, recordó a los sacerdotes salesianos a quienes los quinteros les construyeron un colegio y una iglesia cuando la masonería los desplazo del edificio municipal donde habían llegado desde Turín a instalar la primera misión fuera de Italia y, casi al final de la hilera, cuando los años comenzaban a pesarle, recordó también el desalojo de los viñedos por parte de la industria pesada: hoy podríamos decir que ese cambio de la matriz productiva modificó otra vez la ciudad cuando el Desarrollismo estaba de moda.

Fue una historia de cien años. Con un inicio mítico en 1868, cuando Carlos Cámpora fue enviado a Montevideo por los incipientes bodegueros nicoleños e impulsados por los salesianos a investigar cómo se las arreglaban los uruguayos para producir vino en un clima húmedo y lluvioso como el nuestro, y con un claro final en 1986, cuando la bodega de Antonio Gaio cortó los últimos racimos de uva y elaboró los últimos litros de vino.

Llegaron a ser cincuenta bodegas grandes, de entre medio millón a dos millones y medio de litros de vino de capacidad y cuatrocientos tres productores de uva. Pero en la década del 50 el peronismo decidió que el proyecto industrializador se instalaría a la vera del arroyo Ramallo. En esa década y la del 60 se construyeron y comenzaron a funcionar la acería Somisa, la Central Térmica y todas sus industrias satélites. Como antes los inmigrantes europeos, esta vez los provincianos emigraron a San Nicolás en busca de bienestar. Llegaron con sus costumbres, su bochinche, sus colores, sus festejos. Consumieron mucho vino nicoleño, tanto que lo agotaron. Sus casas se instalaron donde antes estaban las quintas y no solo agotaron el vino sino también su memoria. Es que ellos venían a fundar una nueva era.

A algún martillero se le ocurrió ponerle el nombre del dueño de la quinta al loteo, más por nemotecnia que por memoria y así nacieron los barrios Garetto, Lanza, Colombo, las Viñas, los Viñedos. Pero durante 20 años a nadie se le ocurrió preguntarse qué había sido aquello. Los nietos de los inmigrantes se reservaron con timidez en sus recuerdos, quizá resentidos por el desalojo generacional. Fueron, durante años, solo una capa geológica más de la historia nicoleña, sepultada bajo las tantas fundaciones que tuvo. Después del vino llegó Somisa, después de Somisa llegó el fenómeno de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Hoy visitan la ciudad dos millones de personas atraídas por el misterio de la Fe. Curiosamente comulgan con la sangre de Cristo, que fue durante cien años el sustento económico de esta ciudad de frontera.